martes, 28 de marzo de 2017

CIRIS


Formaba parte de las últimas gotas de la tormenta. Cerré los ojos para no ver cómo me estampaba contra el suelo, cuando ¡chof! caí sobre algo muy suave.

Los abrí y me quede fascinada, estaba en lo alto de un gran arco iris. Saltaba de un color a otro, y mi cuerpo de agua transparente, iba cambiando con él. Estaba tan entusiasmada que no percibí lo que sucedía y mis hermanas mayores tuvieron que avisarme:

—Rápido, tírate como si fuera un tobogán. Se está apagando y si no caerás de golpe y te romperás.

Eso hice y desde entonces me he convertido en Ciris, cazadora de arco iris. Permanezco escondida, a la sombra para no evaporarme y lejos del alcance de animales para no acabar en su panza. Acechando a la tormenta tras la que llegará el arco iris, para entonces rodar hasta uno de sus extremos y escalar lo más alto que pueda para fisgar lo que pasa en el mundo.

Un día me subí sobre uno que estaba entre Túnez y Grecia, y desde el color índigo miré hacia abajo. No había visto nunca el mar, su color era de un precioso azul esmeralda. Las olas pintaban borreguitos blancos sobre él. Bajé un poco porque desde tan arriba divisaba unos puntos en el mar y, curiosa, quería ver qué eran.

Vi una isla pequeñita, de forma alargada perdida en medio del agua y, aproximándose a ella, llegaban tres barcas; bueno, pensé que eran barcas porque flotaban, ya que desde aquí arriba solo veía cabezas y cabezas de humanos, rodeadas de gruesos collares naranjas, tan cerca unas de otras que parecían una. De dos de las barquichuelas, salía una estela de espuma. De la tercera no y se iba separando de las otras.

Unos hombres que las miraban con prismáticos desde la isla, empezaron a correr y se montaron en un barco: la barquita sin motor había esparcido su carga alrededor de ella.

— ¡Uf!, llegaron a tiempo— Respiré tranquila mientras veía como les sacaban del agua y les tapaban con mantas. Algunos no podían casi andar; había madres con bebés colgados de su cuerpo y bastantes niños. Todos se sentaron o tumbaron en el barco, les daban agua…

— ¡Ay…! se está desvaneciendo, tengo que descolgarme.

Me quedé con ganas de ver dónde llevaban a toda esa gente pero, por ahora, no has vuelto a aparecer por esa zona.

Otro día, asomaste por encima de unas montañas muy altas, tuve que trepar deprisa, arriba hacia frío. Me puse encima del rojo, por si me daba calor y miré: todo estaba blanco, como yo cuando me congelo.

Clavados en las montañas había unos palos muy altos que estaban unidos por un cable. Me fijé muy bien y vi que por él, se deslizaban unos balancines que trasportaban a dos humanos muy lejos del suelo. Otros, vestidos de colorines, iban montados en dos tablas y con unos bastones en los brazos, resbalaban por la ladera, o, subidos en una tabla más ancha, hacían piruetas sobre la nieve. Todos dejaban un camino tras ellos…

— ¡Madre mía, que poco ha durado! — exclamé mientras caía sobre una nube.

El viento nos empujó hasta el lugar más verde que había visto en mi vida y entonces te vi. Al llegar junto a ti salté después de dar las gracias a la nube. Esta vez me senté sobre el naranja: abajo había miles de árboles, inmensos y de muchísimas especies.
Un gran río lo atravesaba como una cicatriz. Estaba dividido en dos: la mitad era de color oscuro, casi negro y otra amarillenta, del color de la arcilla. Según me dijo una gota más viajada que yo, son dos ríos que cuando se juntan no se mezclan durante seis kilómetros.

Sigo mirando. Veo como unos animales, con bocas muy grandes, rompen los árboles y con un brazo muy fuerte los van haciendo montones. Hacen mucho ruido…

— ¡Se acabó! Tengo que irme deprisa o caeré sobre ellos.

Caí sobre una hoja de trébol y a punto estuve de ser zampada por unos conejos que correteaban por la pradera. A lo lejos unas vacas dormitaban al sol. Busqué cobijo a la sombra de una piedra. Atardecía y todo se veía del color del oro. Había tal calma y armonía que me quedé dormida y casi se me escapan: dos preciosos arco iris se enfrentaban al sol que estaba a punto de ocultarse. Rodé hasta alcanzarlos y mis hermanas me fueron ayudando a subir.

A caballo sobre el violeta, veía tejados rojos, con chimeneas por las que salía un humo blanco, denso y perfumado con el olor de la leña quemándose. Una torre alta, de una iglesia, con campanas que en ese momento sonaban. Un riachuelo que trotaba alegre ladera abajo. Niños que reían y jugaban a la salida de la escuela. Perros que ladraban, a su alrededor, contentos…

Había encontrado mi hogar. Esta vez dejé que el arco iris se desvaneciese y me dejé caer sobre ese pueblo.

Julia Carretero
Ilustración: Marlon N. Vitzil (Arco Iris)