martes, 21 de julio de 2015

CAMBIO DE RUMBO




Blanca despertó con el ruido de la puerta al cerrarse.
Se desperezó y, aun somnolienta, percibió el aroma a espliego que inundaba la casa.

Cada día dormía más y más profundamente y le costaba levantarse de la cama.

Buscó la bata pero no la encontró. Las zapatillas tampoco estaban sobre la alfombra.

«Estos diablillos deben pasarse la noche cambiando las cosas de sitio» pensaba mientras revolvía en los cajones.
Una larga hora tardó en poner cada cosa en su lugar. Después limpió, hizo las camas, lavó los monos de trabajo de la mina, cocinó...Para concluir puso la mesa y se sentó a descansar esperando a que regresaran.
Ellos vienen ya de camino. No cantan, como hacían antes de acogerla en su hogar, sino que van recogiendo tila, melisa, pasiflora  y valeriana con las que hacer la infusión nocturna para Blanca. También buscan bálsamo de limón para perfumar su almohada mientras discuten quien de los siete se tenderá esta noche acurrucado a su espalda.
Mientras, Blanca, rendida, se ha quedado dormida y no oye que la aldaba suena cuando llama a su puerta la vendedora de manzanas.
Ella no lo sabe pero su cansancio cambió el final del cuento para siempre. 


lunes, 20 de julio de 2015

EL JARDINERO FIEL




Fructuoso es mucho más de lo que dice su ficha de empleado municipal  del Ayuntamiento de Valladolid y que les trascribo:

            

              APELLIDOS…………...Olmos Vega

              NOMBRE……………....Fructuoso

              FECHA y LUGAR DE NACIMIENTO…21-03-1928. VALDUNQUILLO (Valladolid)

              ESTADO CIVIL………..Casado    Viudo

              NÚMERO DE HIJOS…No

              IDEAS POLITICAS……Afecto al Régimen.

              FECHA DE ALTA……..2 de Mayo de 1951

              FECHA DE BAJA……..???

              PROFESIÓN…………..Oficial de Jardinería

              LUGAR DE TRABAJO. Campo Grande.

 

Fructuoso es hijo único. Su padre murió en la guerra sin saber por qué  lo hacía. Su madre lo acompañó ocho años después. Nunca se repuso de su pérdida. Solo, con 17 años y sin ninguna pertenencia como herencia, aguantó un año más en el pueblo y como tantos otros en aquellos años, decidió dar un giro a su vida yéndose a la capital en busca de trabajo.

Era un mozalbete alto y fuerte, aunque enjuto. Su pelo encrespado se aproximaba a unas cejas pobladas que enmarcaban unos ojos pequeños y cálidos. Su cara trasmitía confianza, aunque una extrema timidez hacía que casi siempre mirara hacia el suelo. Tan enjuto era de carnes como de palabras por lo que le costaba trabajo relacionarse con otros muchachos de su edad. Encontró trabajo en una finca, con variadas tareas a su cargo, a cambio de una cama, comida y un escaso sueldo.

Los domingos, si no hacía mucho frio, paseaba solo por El Campo Grande, miraba tanto a sus frondosos árboles, los parterres de flores, las aves… como a las criadas, modistillas y otras jóvenes que por allí paseaban.

Su patrón, al enterarse de su pasión por las plantas, le dió un libro de botánica, que él casi aprendió de memoria y que más tarde llevaba al parque para saber el nombre de sus árboles. Había algunos escasos y muy raros, como el cefalotejo de Fortune, la palmera china, el cedro del Líbano, el ciprés de los pantanos, el ginkgo biloba, el árbol del amor, la catalpa, el ailanto… Otros más abundantes y comunes como el castaño de Indias, diversas especies de arces, la encina, el haya  y algún que otro olmo que se había salvado de la grafiosis.

Cuando paseaba con su libro en las manos la llamada de la vida no se atrevía a interrumpirle, hasta que un día se tropezó con una encantadora muchacha y el libro se cayó al suelo. Se miraron y allí bajo el ginkgo empezó todo.

Él se fue a hacer  la mili a  un cuartel de Salamanca, ella, Azucena, lo esperó los dos años aunque pudieron verse cuatro o cinco veces y no se les hizo tan largo.

Al regresar planearon casarse, estaban muy enamorados. Él buscó otro trabajo mientras ella buscaba vivienda, cosas difíciles en aquellos tiempos… Tuvieron suerte. Él lo encontró en su amado parque. Ella en una habitación con derecho a cocina en la calle Panaderos. Eran muy felices.

Azucena trabajaba en una sastrería y al acabar el trabajo iba a buscarle. Paseaban agarrados del brazo, como una pareja más de enamorados, él le mostraba su quehacer, los rosales recién podados, los árboles saneados, los parterres recién plantados. A veces se tomaban un “chato” en el café del Pino o “chalet suizo” como ellos le llamaban.

Con ella Fructuoso cambiaba. Su timidez y su parquedad de palabras se tornaban en desenvoltura, alegría y en una conversación dicharachera y amena.

Los años pasaban y solo les faltaba tener un hijo para completar su felicidad. A mediados de los 60 por fin Azucena se quedó embarazada, ya no era una madre joven pero el médico les dijo que no habría problemas… Sí los hubo. Un mal parto se llevó la vida de los dos y ahí nació un nuevo Fructuoso. Tras un periodo de desolación, de dolor…comenzó convertirse en el guardián de lo que había en el parque: cuidaba a los niños, avisaba a los enamorados si un municipal se acercaba y ellos estaban muy amartelados…, vigilaba los nidos de los patos y de los cisnes para que ningún animal los depredara…, las rosas, para que nadie las cortara… Llegaba el primero y se iba el último. Su vida era solo “su Campo”.

Fue pasando el tiempo, los niños regresaban ya siendo jovenzuelos a los bancos más discretos que antes habían ocupado sus padres.

El cuerpo de Fructuoso fue cambiando, se fue asemejando a ese ginkgo bajo el que se encontraron: un árbol  único en el mundo, sin parientes vivos, como él. Sus ramas, como sus brazos y piernas, generalmente rectas y cada vez más rígidas. Su corteza  de color pardo grisácea, con surcos y hendiduras muy marcadas, al igual que su cara. La nostalgia encorvaba su espalda.

Poco a poco fue haciéndose invisible, formando parte de ese parque. Le jubilaron pero él siguió acudiendo cada día. En verano, a veces dormía bajo la gruta o a los pies de “su” árbol. De día velaba para que los niños no cayeran al estanque o que no maltrataran a sus patos. Conocía a todos, a todos les puso un nombre, y ellos acudían solícitos cuando le veían aproximarse al arroyuelo, parecía que eran los únicos que se percataban de su existencia.

Cierto día echó de menos a Dancy, otro día a Dincy, después a Cuá-cuá, y siguió percibiendo que cada poco había un azulón menos. Siempre desaparecían los azulones, sus favoritos.

Una noche se ocultó y cuando ya no quedaba ni un alma, se sentó en un banco frente al estanque. A las doce de la noche vio como Pim-pin, uno de sus preferidos, caminaba pasito a pasito por el camino que llevaba a la gruta. En lo más recóndito de aquel espacio paró, ahuecó con su pico la hierba y se acostó.

Fructuoso le siguió e imitándolo apoyo su espalda en la pared y se quedó dormido. Al amanecer vio que el pato yacía, rodeado de unas preciosas matas de “aves del paraíso” que nadie había plantado. Junto a ellas, una losa. En ella había una inscripción: bajo una pequeña cruz tres letras F.O.V. y una frase, El Jardinero Fiel.
Desde ese día, el alma de Fructuoso dejó de vagar por el Campo Grande y descansó en paz.
Junio 2005 

 




COMADRES


Año dos mil quince. Cualquier pueblo de alguna de las dos Castillas, España.                          

 
Hipólita se coloca el chal por encima de los hombros, sale a la calle y se sienta en el poyo, junto a su puerta. La pared de adobe está cálida. Apoya en ella la espalda y la cabeza y agradece que los tibios rayos de sol calienten sus mejillas. Poco a poco sus sentidos van perdiendo presencia, se abandona y se duerme.

—Buenas tardes, vecina— saludó Justa sentándose a su lado—. El primer día de sol de este largo invierno.

—Buenas. Largo, largo y frio. Hemos tenido que esperar a últimos de febrero para sentarnos a la solana —respondió Hipólita mecánicamente,  para que no se le notara el fastidio de haber sido despertada.

— ¿Y qué tal estás? ¿Se te han aliviado los dolores del reuma con la nueva medicación?

— ¡Quia! Estos solo desaparecerán el día que yo no esté —contestó Hipólita, preparándose para el interminable parloteo de su vecina.

—Pues yo maja, he pasado un invierno bastante malo, también tengo mis dolores pero lo peor han sido los vértigos— Justa se levantó del banco y enderezándose a duras penas, balanceó su cuerpo de izquierda a derecha—. No sabes lo mal que se pasa cuando todo se mueve a un lado y al otro, como si estuvieras borracha, bueno, eso creo, porque yo no he estado bebida en mi vida.

—Mujer, no sería para tanto.

— ¿Qué no? Como se ve que tú no los has tenido. Como no se me quitaban con lo que me recetó don Paco, mi hija tuvo que llevarme a urgencias al Hospital. Esperamos mucho rato pero ¡qué bien me atendieron! Me miraron todo, me pusieron una inyección y me sentí mejor. Mi pobre Ángeles tuvo que volver a traerme al pueblo y volver a hacer el camino para regresar a su casa. Cuatro viajes y perder un día de trabajo. Hay cosas que sólo hacen las hijas…

Hipólita miró al cielo y pensó “si lo dices porque mis dos hijos son varones, no voy a entrar en tu juego, te conozco bien, puñetera” y cambiando de tercio dijo: — ¡Qué bien se está aquí! ¿No te parece?, mucho mejor que viendo las tonterías de la tele.

—Pues sí hija, se está bien —rezongó Justa— aunque a mí la tele me entretiene mucho, no me pierdo la novela “Secretos del lago grande” y tampoco “Ayúdame” porque se entera una de cada cosa...

—Entretenidas estábamos antes, cuando nos reuníamos más de diez comadres, con los chiquillos correteando alrededor nuestro, viendo a los paisanos subir a la estación cuando llegaba El Correo. Aquellos si eran buenos tiempos. Ahora solo quedamos tú y yo; ya hace muchos años que no pasa ningún tren; unos cuantos menos que cerraron la escuela porque no había suficientes niños… Si ya no pasan ni los coches por el pueblo, que alguno paraba en el bar, y ahora van a toda velocidad por la autovía esa que han hecho.

— ¡Cuánta razón tienes, Hipólita! Menos mal que en el verano vienen a casa de los abuelos algunos de los que se fueron, y desde que hay crisis, vienen más, se ve que no tienen dinero para ir a la playa.

—Yo no entiendo mucho de política, ni de crisis, sólo sé que llego justita a fin de mes y hace unos años ahorraba unas pesetillas. No hay quien me quite de la cabeza que nos engañaron con el euro y además me sigo liando y no sé ni lo que pago.

—A mí me pasa lo mismo y cambiando de tema, ¿tú qué opinas de las elecciones? —preguntó Justa—. Con lo que oigo por la arradio me da un poco de miedo que ganen esos que dicen de la coleta. Mira que si volvemos a antes del 36…

—Quia, Justa, ¿qué va a pasar? Nos meten miedo para que sigan los de siempre. ¿Tú no te acuerdas cuando ganaron los de la pana? No pasó nada y el Felipe nos subió bien dello  la pensión. Igual nos toca algo si ganan estos.

—No sé, no sé…La hija de la Manuela, que es del partido ese del Rajoy ha estado en mi casa para que votara al Raimundo, el hijo de la Fausta quenpazdescanse, y me dijo cada cosa que aún no duermo bien.

—A mi casa no se atrevió ni a llamar—advirtió Hipólita—, ella sabe muy bien que yo no votaría a ese botarate de Raimundo con el que está amancebada.

— ¡Que antigua eres! ahora no se dice eso, son compañeros, amigos…—bromeó Justa.

— A mí me da igual, pero que no venga esa moza diciendo que hay que votar al partido ese que no quería el divorcio y luego muchos se han aprovechado y han cambiado a su mujer por otra más jovencita, a esos antes se les llamaba fariseos y ahora modernos…¡Cómo ha cambiado la vida!

— ¡Y qué solas estamos, Hipólita! Nuestros hijos, el que más cerca en la ciudad y los nietos fuera de España. Mi Juanillo está en Alemania, lo mismito que mi Juan, que se fue allí a hacer unas perrillas antes de casarnos, y lo mal que lo pasó el pobre, tan mal que nunca quiso que yo fuera allí.

—Tienes mucha razón. Me estoy quedando fría, la tarde es aún muy corta y se me ha pasado el tiempo en un suspiro. Mañana, si hace tan buen día como hoy, continuamos con nuestra conversación —dijo Hipólita, mientras con una mano apretaba el chal contra su pecho y con la otra se ayudaba con el banco para levantarse— ¡Que tengas buenas noches!

—Lo mismo te digo, hasta mañana.

Las dos ancianas, pasito a pasito, entraron en casa, se sentaron en su butaca  y dijeron casi a la vez, como si se oyeran: “Mañana, tal vez…”

 Mayo 2015

PRESAGIOS


Su madre yacía entre flores tras el cristal. La muerte se la había llevado aún joven. Con muy poco sufrimiento. —Un infarto fulminante, lo sentimos, no hemos podido hacer nada—dijeron en urgencias.

Estaba hermosa, con esa belleza inerte que emerge al desaparecer la vida y que hace que el cuerpo tome apariencia de muñeca.

Su padre había elegido el traje que la acompañaría para siempre. A ella le habría gustado, pensaba Luna, extrañamente serena, cómo si no fuera su madre la que estuviese allí en esa fría cámara y pudiera aparecer de repente a su lado.

Se negaba a pensar que ya no tendría a quién contar sus pesadilla, la presencia de ese alguien a su lado, siempre la misma, otra “ella” que la llamaba, que la hacía sentir otras vidas que no había vivido. No podría compartir ese dolor inexplicable del alma, o esa alegría  infundada que la embargaba a veces.

Su madre no estaría para abrazarla, acunarla entre sus brazos, acariciarle el pelo y tararearle una canción mientras ella se dormía. Así había sido durante dieciséis años.

Se había ido. Sin avisar, sin poder despedirse de ella. No lo entendía, estaba perdida, por eso la miraba y no la veía. Por eso tampoco lloraba. Se negaba a aceptar su marcha.

La familia, los amigos le decían palabras de consuelo, la besaban, abrazaban, pero ella no respondía, no decía nada.

A su padre le preocupaba  su aparente frialdad, tanto que relegaba su propio dolor.

Esa noche, una vez acabado todo, en su cama, volvió a sentirla a su lado y esta vez sí se atrevió a mirarla, ¡era tan parecida a ella…! Su misma edad, su mismo rostro, su misma figura…

— ¿Quién eres?— la preguntó.

—Soy Estrella, tu hermana gemela, ¿no me recuerdas? Juntas estuvimos nueve meses y después nos separaron. Yo siempre he estado a tu lado ¿No me sentías?

Asustada Luna corrió en busca de su madre. Su padre se angustió al verla aterrorizada a su lado. Se sentó en la cama y la acogió cómo tantas veces había visto hacer a su mujer, cuando él abandonaba la cama y le cedía su puesto junto a su madre.

Luna le contó sus pesadillas, su padre la escuchaba en silencio hasta que sus lágrimas la interrumpieron.

— ¿Papá que te pasa? ¿Crees que estoy loca? —le preguntó.

Entre sollozos, él le contó su historia, la que su madre por no hacerle sufrir le había negado. Se levantó, buscó en lo más profundo de la cómoda y le mostró una foto.

En ella se veía a dos niñas idénticas dormidas plácidamente. —Al día siguiente nos dijeron que Estrella había fallecido, no nos atrevimos ni a verla, la clínica se encargó de todo — añadió el padre.

Han pasado tres años, juntos la siguen buscando. No pierden la esperanza, aunque desde entonces, Estrella no ha vuelto a estar a su lado.
 

GIOCONDA



Como cada día desde hace un año Eloísa acude puntualmente a su cita. Son las 17 horas solares.
Tiene que ir a esa hora porque según Eugenio es la mejor  para que la luz de la tarde desprenda de su piel dorada los más hermosos matices y que su sedoso pelo cobrizo brille de una forma especial.
Llama a la puerta y tras un breve saludo, se desprende de su ropa, camina hacia la otomana  y se recuesta en ella.
Eugenio recoloca su postura, siempre la misma: el mismo escorzo en sus piernas, una mano en su vientre, la otra cubriéndose un pecho, la cabeza ligeramente ladeada mirando al caballete, sonrisa de Gioconda en sus labios…Seda blanca cubriendo su sexo.
Un año largo lleva pintándola, deslizando sus pinceles con la misma suavidad con la que le gustaría acariciarla. No intercambian ni una sola palabra.
El tiempo con ella allí pasa muy rápido y se sobresalta cada día cuando Eloísa, tras mirar el viejo reloj de pared, levantándose lentamente, se viste. Mientras él cubre con un paño el caballete.
Encima del aparador está el sobre violeta que contiene el dinero acordado. Con una sonrisa y un breve “hasta mañana” se despiden.
Entonces comienza su tormento. Descubre el lienzo y sentado frente a él comienza a decirle todo lo que no se atreve a confesarle a ella, le declara su amor… y se desespera. El retrato hace semanas que está acabado y no sabe cómo retenerla, como disfrutar aunque sólo sea una hora al día de su presencia. Se decide, retira el retrato del soporte, lo envuelve cuidadosamente y sale del estudio con el cuadro bajo el brazo.
Al día siguiente Amador despierta a Eloísa un poco antes de marchar a su trabajo y le dice— ¿Tú no trabajas en el chalet que hay al final de la calle del Pozo Amargo?
Ella asiente medio dormida y un poco turbada. Su marido no sabe cuál es su trabajo en la casa.
Respira aliviada cuando le cuenta que al amanecer la casa había ardido por los cuatro costados y que de su dueño no se sabía nada.
 

SENTENCIAS


Mi madre es una mujer de sentencias. Cada situación, hecho o discusión es rematado con un refrán, con un dicho… Algunos creo yo que se los inventa.

Mi padre para no acabar discutiendo con ella sale de la habitación silenciosamente mientras murmura: “Mujer refranera, mujer puñetera”.

Yo aprendí a hablar con ellos, el primero que recuerdo es: “Llora, llora, que de menos lo meas”, me soltaba cuando cogía una rabieta.

Algunos los aprendí pronto y me apliqué el cuento porque parecía bruja. Si le decía una mentirijilla al regresar un poco tarde de la escuela, me interrumpía con un: “Quien siempre me miente, nunca me engaña”, así que empieza a contarme dónde estabas.

Cuando me castigaba y lloraba afirmaba: “Quien bien te quiere te hará llorar”. Yo esto no lo comprendía muy bien, me parecía que en lugar de martirizarme tenía que darme mimos, besos y algún que otro capricho.

Otros, he tardado mucho en entenderlos.

Han pasado unos cuantos años desde las primeras lágrimas por el primer amor no correspondido. “Los amores entran riendo y salen llorando y gimiendo”, me consoló ella.

Después he llorado unas cuantas veces más habréis descubierto a estas alturas que además de llorona no tengo mucha suerte con los amores y en uno de estos desengaños estaba tirada literalmente en casa sin querer salir de la cama, cuando entre mis amigas y madre me obligaron a arreglarme y salir a la verbena.

Lo hice con pocas ganas, pronto cambié de idea, allí estaba él, el del pueblo de al lado, y esta vez era él el que me buscaba con su mirada y supe que de nuevo allí estaba el amor.

Entonces y solo entonces comprendí uno de los refranes de mi madre y cuánta razón tenía cuando me decía: hija, “el amor y el polvo no se destruyen, solo se desplazan”.