Mi madre es una mujer de sentencias. Cada situación,
hecho o discusión es rematado con un refrán, con un dicho… Algunos creo yo que se
los inventa.
Mi padre para no acabar discutiendo con ella sale de la
habitación silenciosamente mientras murmura: “Mujer refranera, mujer puñetera”.
Yo aprendí a hablar con ellos, el primero que recuerdo
es: “Llora, llora, que de menos lo meas”,
me soltaba cuando cogía una rabieta.
Algunos los aprendí pronto y me apliqué el cuento porque
parecía bruja. Si le decía una mentirijilla al regresar un poco tarde de la
escuela, me interrumpía con un: “Quien
siempre me miente, nunca me engaña”, así que empieza a contarme dónde
estabas.
Cuando me castigaba y lloraba afirmaba: “Quien bien te quiere te hará llorar”.
Yo esto no lo comprendía muy bien, me parecía que en lugar de martirizarme
tenía que darme mimos, besos y algún que otro capricho.
Otros, he tardado mucho
en entenderlos.
Han pasado unos cuantos años desde las primeras lágrimas
por el primer amor no correspondido. “Los
amores entran riendo y salen llorando y gimiendo”, me consoló ella.
Después he llorado unas cuantas veces más —habréis
descubierto a estas alturas que además de llorona no tengo mucha suerte con los
amores— y
en uno de estos desengaños estaba tirada literalmente en casa sin querer salir
de la cama, cuando entre mis amigas y madre me obligaron a arreglarme y salir a
la verbena.
Lo hice con pocas ganas, pronto cambié de idea, allí
estaba él, el del pueblo de al lado, y esta vez era él el que me buscaba con su
mirada y supe que de nuevo allí estaba el amor.
Entonces y solo entonces comprendí uno de los refranes de
mi madre y cuánta razón tenía cuando me decía: —hija, “el amor y el polvo no se destruyen, solo se desplazan”.
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