lunes, 20 de julio de 2015

EL JARDINERO FIEL




Fructuoso es mucho más de lo que dice su ficha de empleado municipal  del Ayuntamiento de Valladolid y que les trascribo:

            

              APELLIDOS…………...Olmos Vega

              NOMBRE……………....Fructuoso

              FECHA y LUGAR DE NACIMIENTO…21-03-1928. VALDUNQUILLO (Valladolid)

              ESTADO CIVIL………..Casado    Viudo

              NÚMERO DE HIJOS…No

              IDEAS POLITICAS……Afecto al Régimen.

              FECHA DE ALTA……..2 de Mayo de 1951

              FECHA DE BAJA……..???

              PROFESIÓN…………..Oficial de Jardinería

              LUGAR DE TRABAJO. Campo Grande.

 

Fructuoso es hijo único. Su padre murió en la guerra sin saber por qué  lo hacía. Su madre lo acompañó ocho años después. Nunca se repuso de su pérdida. Solo, con 17 años y sin ninguna pertenencia como herencia, aguantó un año más en el pueblo y como tantos otros en aquellos años, decidió dar un giro a su vida yéndose a la capital en busca de trabajo.

Era un mozalbete alto y fuerte, aunque enjuto. Su pelo encrespado se aproximaba a unas cejas pobladas que enmarcaban unos ojos pequeños y cálidos. Su cara trasmitía confianza, aunque una extrema timidez hacía que casi siempre mirara hacia el suelo. Tan enjuto era de carnes como de palabras por lo que le costaba trabajo relacionarse con otros muchachos de su edad. Encontró trabajo en una finca, con variadas tareas a su cargo, a cambio de una cama, comida y un escaso sueldo.

Los domingos, si no hacía mucho frio, paseaba solo por El Campo Grande, miraba tanto a sus frondosos árboles, los parterres de flores, las aves… como a las criadas, modistillas y otras jóvenes que por allí paseaban.

Su patrón, al enterarse de su pasión por las plantas, le dió un libro de botánica, que él casi aprendió de memoria y que más tarde llevaba al parque para saber el nombre de sus árboles. Había algunos escasos y muy raros, como el cefalotejo de Fortune, la palmera china, el cedro del Líbano, el ciprés de los pantanos, el ginkgo biloba, el árbol del amor, la catalpa, el ailanto… Otros más abundantes y comunes como el castaño de Indias, diversas especies de arces, la encina, el haya  y algún que otro olmo que se había salvado de la grafiosis.

Cuando paseaba con su libro en las manos la llamada de la vida no se atrevía a interrumpirle, hasta que un día se tropezó con una encantadora muchacha y el libro se cayó al suelo. Se miraron y allí bajo el ginkgo empezó todo.

Él se fue a hacer  la mili a  un cuartel de Salamanca, ella, Azucena, lo esperó los dos años aunque pudieron verse cuatro o cinco veces y no se les hizo tan largo.

Al regresar planearon casarse, estaban muy enamorados. Él buscó otro trabajo mientras ella buscaba vivienda, cosas difíciles en aquellos tiempos… Tuvieron suerte. Él lo encontró en su amado parque. Ella en una habitación con derecho a cocina en la calle Panaderos. Eran muy felices.

Azucena trabajaba en una sastrería y al acabar el trabajo iba a buscarle. Paseaban agarrados del brazo, como una pareja más de enamorados, él le mostraba su quehacer, los rosales recién podados, los árboles saneados, los parterres recién plantados. A veces se tomaban un “chato” en el café del Pino o “chalet suizo” como ellos le llamaban.

Con ella Fructuoso cambiaba. Su timidez y su parquedad de palabras se tornaban en desenvoltura, alegría y en una conversación dicharachera y amena.

Los años pasaban y solo les faltaba tener un hijo para completar su felicidad. A mediados de los 60 por fin Azucena se quedó embarazada, ya no era una madre joven pero el médico les dijo que no habría problemas… Sí los hubo. Un mal parto se llevó la vida de los dos y ahí nació un nuevo Fructuoso. Tras un periodo de desolación, de dolor…comenzó convertirse en el guardián de lo que había en el parque: cuidaba a los niños, avisaba a los enamorados si un municipal se acercaba y ellos estaban muy amartelados…, vigilaba los nidos de los patos y de los cisnes para que ningún animal los depredara…, las rosas, para que nadie las cortara… Llegaba el primero y se iba el último. Su vida era solo “su Campo”.

Fue pasando el tiempo, los niños regresaban ya siendo jovenzuelos a los bancos más discretos que antes habían ocupado sus padres.

El cuerpo de Fructuoso fue cambiando, se fue asemejando a ese ginkgo bajo el que se encontraron: un árbol  único en el mundo, sin parientes vivos, como él. Sus ramas, como sus brazos y piernas, generalmente rectas y cada vez más rígidas. Su corteza  de color pardo grisácea, con surcos y hendiduras muy marcadas, al igual que su cara. La nostalgia encorvaba su espalda.

Poco a poco fue haciéndose invisible, formando parte de ese parque. Le jubilaron pero él siguió acudiendo cada día. En verano, a veces dormía bajo la gruta o a los pies de “su” árbol. De día velaba para que los niños no cayeran al estanque o que no maltrataran a sus patos. Conocía a todos, a todos les puso un nombre, y ellos acudían solícitos cuando le veían aproximarse al arroyuelo, parecía que eran los únicos que se percataban de su existencia.

Cierto día echó de menos a Dancy, otro día a Dincy, después a Cuá-cuá, y siguió percibiendo que cada poco había un azulón menos. Siempre desaparecían los azulones, sus favoritos.

Una noche se ocultó y cuando ya no quedaba ni un alma, se sentó en un banco frente al estanque. A las doce de la noche vio como Pim-pin, uno de sus preferidos, caminaba pasito a pasito por el camino que llevaba a la gruta. En lo más recóndito de aquel espacio paró, ahuecó con su pico la hierba y se acostó.

Fructuoso le siguió e imitándolo apoyo su espalda en la pared y se quedó dormido. Al amanecer vio que el pato yacía, rodeado de unas preciosas matas de “aves del paraíso” que nadie había plantado. Junto a ellas, una losa. En ella había una inscripción: bajo una pequeña cruz tres letras F.O.V. y una frase, El Jardinero Fiel.
Desde ese día, el alma de Fructuoso dejó de vagar por el Campo Grande y descansó en paz.
Junio 2005 

 




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