Fructuoso es mucho más de lo
que dice su ficha de empleado municipal
del Ayuntamiento de Valladolid y que les trascribo:
APELLIDOS…………...Olmos Vega
NOMBRE……………....Fructuoso
FECHA y LUGAR DE NACIMIENTO…21-03-1928. VALDUNQUILLO (Valladolid)
ESTADO
CIVIL………..Casado Viudo
NÚMERO
DE HIJOS…No
IDEAS
POLITICAS……Afecto al Régimen.
FECHA
DE ALTA……..2 de Mayo de 1951
FECHA
DE BAJA……..???
PROFESIÓN…………..Oficial de Jardinería
LUGAR DE TRABAJO. Campo Grande.
Fructuoso
es hijo único. Su padre murió en la guerra sin saber por qué lo hacía. Su madre lo acompañó ocho años
después. Nunca se repuso de su pérdida. Solo, con 17 años y sin ninguna pertenencia
como herencia, aguantó un año más en el pueblo y como tantos otros en aquellos
años, decidió dar un giro a su vida yéndose a la capital en busca de trabajo.
Era
un mozalbete alto y fuerte, aunque enjuto. Su pelo encrespado se aproximaba a
unas cejas pobladas que enmarcaban unos ojos pequeños y cálidos. Su cara
trasmitía confianza, aunque una extrema timidez hacía que casi siempre mirara
hacia el suelo. Tan enjuto era de carnes como de palabras por lo que le costaba
trabajo relacionarse con otros muchachos de su edad. Encontró trabajo en una
finca, con variadas tareas a su cargo, a cambio de una cama, comida y un escaso
sueldo.
Los
domingos, si no hacía mucho frio, paseaba solo por El Campo Grande, miraba tanto
a sus frondosos árboles, los parterres de flores, las aves… como a las criadas,
modistillas y otras jóvenes que por allí paseaban.
Su patrón,
al enterarse de su pasión por las plantas, le dió un libro de botánica, que él
casi aprendió de memoria y que más tarde llevaba al parque para saber el nombre
de sus árboles. Había algunos escasos y muy raros, como el cefalotejo de Fortune,
la palmera china, el cedro del Líbano, el ciprés de los pantanos, el ginkgo biloba,
el árbol del amor, la catalpa, el ailanto… Otros más abundantes y comunes como el
castaño de Indias, diversas especies de arces, la encina, el haya y algún que otro olmo que se había salvado de
la grafiosis.
Cuando
paseaba con su libro en las manos la llamada de la vida no se atrevía a
interrumpirle, hasta que un día se tropezó con una encantadora muchacha y el
libro se cayó al suelo. Se miraron y allí bajo el ginkgo empezó todo.
Él
se fue a hacer la mili a un cuartel de Salamanca, ella, Azucena,
lo esperó los dos años aunque pudieron verse cuatro o cinco veces y no se les
hizo tan largo.
Al
regresar planearon casarse, estaban muy enamorados. Él buscó otro trabajo
mientras ella buscaba vivienda, cosas difíciles en aquellos tiempos… Tuvieron
suerte. Él lo encontró en su amado parque. Ella en una habitación con derecho a
cocina en la calle Panaderos. Eran muy felices.
Azucena
trabajaba en una sastrería y al acabar el trabajo iba a buscarle. Paseaban
agarrados del brazo, como una pareja más de enamorados, él le mostraba su quehacer,
los rosales recién podados, los árboles saneados, los parterres recién
plantados. A veces se tomaban un “chato” en el café del Pino o “chalet suizo”
como ellos le llamaban.
Con
ella Fructuoso cambiaba. Su timidez y su parquedad de palabras se tornaban en desenvoltura,
alegría y en una conversación dicharachera y amena.
Los
años pasaban y solo les faltaba tener un hijo para completar su felicidad. A
mediados de los 60 por fin Azucena se quedó embarazada, ya no era una madre
joven pero el médico les dijo que no habría problemas… Sí los hubo. Un mal
parto se llevó la vida de los dos y ahí nació un nuevo Fructuoso. Tras un
periodo de desolación, de dolor…comenzó convertirse en el guardián de lo que
había en el parque: cuidaba a los niños, avisaba a los enamorados si un
municipal se acercaba y ellos estaban muy amartelados…, vigilaba los nidos de
los patos y de los cisnes para que ningún animal los depredara…, las rosas,
para que nadie las cortara… Llegaba el primero y se iba el último.
Su vida era solo “su Campo”.
Fue
pasando el tiempo, los niños regresaban ya siendo jovenzuelos a los bancos más
discretos que antes habían ocupado sus padres.
El cuerpo
de Fructuoso fue cambiando, se fue asemejando a ese ginkgo bajo el que se
encontraron: un árbol único
en el mundo, sin parientes vivos, como él. Sus ramas, como sus brazos y
piernas, generalmente rectas y cada vez más rígidas. Su corteza de color pardo grisácea, con surcos y
hendiduras muy marcadas, al igual que su cara. La nostalgia encorvaba su
espalda.
Poco
a poco fue haciéndose invisible, formando parte de ese parque. Le jubilaron
pero él siguió acudiendo cada día. En verano, a veces dormía bajo la gruta o a
los pies de “su” árbol. De día velaba para que los niños no cayeran al estanque
o que no maltrataran a sus patos. Conocía a todos, a todos les puso un nombre,
y ellos acudían solícitos cuando le veían aproximarse al arroyuelo, parecía que
eran los únicos que se percataban de su existencia.
Cierto
día echó de menos a Dancy, otro día a Dincy, después a Cuá-cuá, y siguió percibiendo
que cada poco había un azulón menos. Siempre desaparecían los azulones, sus
favoritos.
Una
noche se ocultó y cuando ya no quedaba ni un alma, se sentó en un banco frente
al estanque. A las doce de la noche vio como Pim-pin, uno de sus preferidos,
caminaba pasito a pasito por el camino que llevaba a la gruta. En lo más
recóndito de aquel espacio paró, ahuecó con su pico la hierba y se acostó.
Fructuoso
le siguió e imitándolo apoyo su espalda en la pared y se quedó dormido. Al
amanecer vio que el pato yacía, rodeado de unas preciosas matas de “aves del
paraíso” que nadie había plantado. Junto a ellas, una losa. En ella había una
inscripción: bajo una pequeña cruz tres letras F.O.V. y una frase, El Jardinero
Fiel.
Desde
ese día, el alma de Fructuoso dejó de vagar por el Campo Grande y descansó en
paz.
Junio 2005
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