lunes, 20 de julio de 2015

GIOCONDA



Como cada día desde hace un año Eloísa acude puntualmente a su cita. Son las 17 horas solares.
Tiene que ir a esa hora porque según Eugenio es la mejor  para que la luz de la tarde desprenda de su piel dorada los más hermosos matices y que su sedoso pelo cobrizo brille de una forma especial.
Llama a la puerta y tras un breve saludo, se desprende de su ropa, camina hacia la otomana  y se recuesta en ella.
Eugenio recoloca su postura, siempre la misma: el mismo escorzo en sus piernas, una mano en su vientre, la otra cubriéndose un pecho, la cabeza ligeramente ladeada mirando al caballete, sonrisa de Gioconda en sus labios…Seda blanca cubriendo su sexo.
Un año largo lleva pintándola, deslizando sus pinceles con la misma suavidad con la que le gustaría acariciarla. No intercambian ni una sola palabra.
El tiempo con ella allí pasa muy rápido y se sobresalta cada día cuando Eloísa, tras mirar el viejo reloj de pared, levantándose lentamente, se viste. Mientras él cubre con un paño el caballete.
Encima del aparador está el sobre violeta que contiene el dinero acordado. Con una sonrisa y un breve “hasta mañana” se despiden.
Entonces comienza su tormento. Descubre el lienzo y sentado frente a él comienza a decirle todo lo que no se atreve a confesarle a ella, le declara su amor… y se desespera. El retrato hace semanas que está acabado y no sabe cómo retenerla, como disfrutar aunque sólo sea una hora al día de su presencia. Se decide, retira el retrato del soporte, lo envuelve cuidadosamente y sale del estudio con el cuadro bajo el brazo.
Al día siguiente Amador despierta a Eloísa un poco antes de marchar a su trabajo y le dice— ¿Tú no trabajas en el chalet que hay al final de la calle del Pozo Amargo?
Ella asiente medio dormida y un poco turbada. Su marido no sabe cuál es su trabajo en la casa.
Respira aliviada cuando le cuenta que al amanecer la casa había ardido por los cuatro costados y que de su dueño no se sabía nada.
 

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