lunes, 20 de abril de 2015

LIBERTAD CONDICIONAL


Nací libre. Mestizo. Hijo de padre negro como un tizón y madre más blanca que la nieve.

Siendo aún un cachorro y sin que nadie me preguntara, cambiaron mi libertad por una cárcel dorada. En ella conseguía sin ningún esfuerzo todo lo que por mi nacimiento no hubiese podido ni siquiera soñar.

Comía opíparamente, hasta lujosos caprichos, con tan solo ponerle ojitos a ella. Ella, que fue la que más se opuso a mi entrada en la familia, acabó siendo mi madre.

Me daba toda clase de cuidados, yo era cariñoso, juguetón, y a veces un poco saltabardales. A veces ella se enfadaba, aunque nunca me faltaron sus mimos, sus caricias, que yo recibía como gato “panzarriba”, gruñendo de placer.

Me hice adulto y tras pasar por el quirófano mi carácter se serenó. Mi cuerpo cambió, se puso más atlético, con un porte principesco y un cierto aire de misterio. Poco a poco me convertí en el rey de la casa.

Siempre estoy a su lado, sobre todo si me necesita. Si está enferma no me aparto de su cama y algunas noches, cuando duerme, busco su calor acurrucándome junto a ella.

Sí, mi cárcel es de oro, estoy a gusto, puedo decir que soy feliz, pero a veces ansío mi libertad, esa que tenía antes de llegar a esta casa. Quiero explorar, saber que hay más allá, ver ese mundo que atisbo desde las ventanas.

Anoche, la puerta quedó abierta y venciendo con mi espíritu aventurero el temor que me invadía, salí al exterior.

Mis pupilas se ensancharon hasta hacerse redondas para adaptarse a la penumbra de la noche.

En poco tiempo recorrí lo que ella dice que es el barrio. De vez en cuando la oscuridad era interrumpida por unos animales muy grandes, con unos ojos enormes y brillantes, que corrían gruñendo a toda velocidad. Los pelos de mi lomo se erizaron como púas.

Cuando me cansé de dar vueltas regresé a casa, no contaba con que la puerta estuviese cerrada. Yo la llamaba angustiado y con voz lastimera decía: “Abre, soy Cisco, estoy aquí abajo”, pero nada, no me oía.

Unos perros callejeros me azuzaron con impaciencia. Asustado me subí al árbol que hay junto a su ventana. No había luna y la noche era tan negra como la boca de un lobo. Me acomodé entre dos ramas esperando que llegara la mañana y me viera.

Decidí no cambiar mi libertad por la calidez de su regazo, por el ronroneo que me producen sus caricias sobre mi suave pelo. No abandonaré nunca su casa.
             

No hay comentarios:

Publicar un comentario