Nací libre. Mestizo. Hijo de padre negro como un tizón y
madre más blanca que la nieve.
Siendo aún un cachorro y sin que nadie me preguntara,
cambiaron mi libertad por una cárcel dorada. En ella conseguía sin ningún
esfuerzo todo lo que por mi nacimiento no hubiese podido ni siquiera soñar.
Comía opíparamente, hasta lujosos caprichos, con tan solo
ponerle ojitos a ella. Ella, que fue la que más se opuso a mi entrada en la
familia, acabó siendo mi madre.
Me daba toda clase de cuidados, yo era cariñoso, juguetón,
y a veces un poco saltabardales. A veces ella se enfadaba, aunque nunca me
faltaron sus mimos, sus caricias, que yo recibía como gato “panzarriba”,
gruñendo de placer.
Me hice adulto y tras pasar por el quirófano mi carácter
se serenó. Mi cuerpo cambió, se puso más atlético, con un porte principesco y
un cierto aire de misterio. Poco a poco me convertí en el rey de la casa.
Siempre estoy a su lado, sobre todo si me necesita. Si está
enferma no me aparto de su cama y algunas noches, cuando duerme, busco su calor
acurrucándome junto a ella.
Sí, mi cárcel es de oro, estoy a gusto, puedo decir que
soy feliz, pero a veces ansío mi libertad, esa que tenía antes de llegar a esta
casa. Quiero explorar, saber que hay más allá, ver ese mundo que atisbo desde
las ventanas.
Anoche, la puerta quedó abierta y venciendo con mi
espíritu aventurero el temor que me invadía, salí al exterior.
Mis pupilas se ensancharon hasta hacerse redondas para
adaptarse a la penumbra de la noche.
En poco tiempo recorrí lo que ella dice que es el barrio.
De vez en cuando la oscuridad era interrumpida por unos animales muy grandes,
con unos ojos enormes y brillantes, que corrían gruñendo a toda velocidad. Los
pelos de mi lomo se erizaron como púas.
Cuando me cansé de dar vueltas regresé a casa, no contaba
con que la puerta estuviese cerrada. Yo la llamaba angustiado y con voz
lastimera decía: “Abre, soy Cisco, estoy aquí abajo”, pero nada, no me oía.
Unos perros callejeros me azuzaron con impaciencia.
Asustado me subí al árbol que hay junto a su ventana. No había luna y la noche
era tan negra como la boca de un lobo. Me acomodé entre dos ramas esperando que
llegara la mañana y me viera.
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