martes, 31 de octubre de 2017

TRUEQUE

TRUEQUE
Lupe  se revuelve inquieta en su lecho y casi a gritos le dice a Jazmín:
—No puedo más, me duelen todos los huesos ¿No va acabar nunca esta vaina?
—Tranquila Lupe, ya está amaneciendo, pronto regresarán todos a sus casas y entonces podremos descansar en silencio hasta que regrese la noche.
Sin embargo, Lupe no puede dormir: es su primera noche de muertos y le ha dado por recordar. Se lamenta de su mala chance en la vida: hija de una prostituta no le quedó otra que continuar con la tradición familiar. El padrote de su mamá la estrenó en cuanto fue mujer y después la puso en el mercado. Mamá murió al poco tiempo. Sola, sin que nadie la defendiera, tuvo que soportar las presiones y vejaciones de ese cuate que quería más y más lana. A medida que se malograba y se iba quedando sin clientes la botó de la casa con las cuatro cosas y los escasos ahorros que poseía. No era nadie, pero ahora, por fin, tampoco era de nadie.
Al principio compartió pensión con otro grupo de prostitutas, que como ella, vivían de hacer la calle, poco después, sin trabajo ni dinero, utilizó las estaciones de metro para dormir. Su único consuelo era que no había tenido que arrastrar a un hijo con ella. No lo hubiera soportado.
Una mañana, estando en la calle recolectando botellas de plástico, cartones y fierros para vender, vio como una chamaquita se dirigía hacia ella. Parecía drogada, andaba tambaleándose y con la mirada perdida y de pronto perdió el sentido. Ella lo interpretó como una señal y cuando la chica se recuperó la llevó a su hogar: una oficina abandonada en la Colonia Centro, en Cuahtémoc, junto al Zócalo. La muchacha no supo decirla quién era, ni su nombre, así que la llamó Jazmín, como la protagonista de la telenovela que veía con sus compañeras en la pensión. Su única pertenencia eran unas tijeras que llevaba siempre consigo. Desde entonces, vivieron juntas.
Habían formado una pequeña comunidad de mujeres,  indigentes como ellas, estableciendo una dinámica de familia, tenían una sala y una serie de recámaras, incluso diseñaron un espacio para el baño, con una manguera que les servía hasta de regadera.
Cada mañana salían todos a buscarse la vida, recogiendo lo que los otros desechaban: todo lo que se podía aprovechar, vender o cambiar. Allí se quedaba Mayra con sus cuatro hijos, guardándoles las cobijas a cambio de comida para sus niños.
Había días generosos en los que los religiosos pasaban y les daban de comer o les regalaban unos tacos en algún local; y otros días, los más, eran mezquinos. Ellas, cuando tenían, comían, cuando no, no engañaban a las tripas inhalando colas. Lupe peinaba el cabello negro de Jazmín, la colocaba en su regazo y le cantaba canciones, las mismas que escuchó a su mamá: así intentaban olvidar el hambre, el dolor y la fatiga.
Al llegar la noche, utilizaban, como todos, cartón, periódicos, trapos sucios y frazadas viejas para aislarse del frio. Dormían juntas, como madre e hija, así además de guardar el calor se protegían. A veces, si no habían encontrado nada, Lupe intentaba ganarse la vida haciendo servicios. Salía de noche, cuando creía que su niña dormía.
Fue en una de esas noches cuando se le acercaron cuatro güeys, uno, el más gallito se dirigió a ella, los otros se reían. Olían a mezcal, tuvo miedo pero no le dio tiempo a huir, la agarraron, la tiraron al suelo y entre patadas oía: «Pendeja, tu no sirves para nada; te vamos a chingar, desgraciada; dale unos madrazos, para que cierre la boca…» Mientras ella gritaba, Jazmín, que observaba la escena escondida desde una esquina, no fue capaz de moverse ni de pedir ayuda, comenzó a recordar que hacía mucho tiempo a ella le había pasado lo mismo. Poco después, cuando ella no tenía fuerzas para gritar más, oyó un alarido, y con mucha dificultad, la vio abalanzarse sobre uno de ellos con las tijeras en la mano. El tipo la tiró al suelo de un puñetazo. Han pasado muchos meses y no quiere ni recordar lo que hicieron: mataron a su niña y cuando se fueron, se arrastró hasta su cuerpo que seguía aferrando las tijeras, la abrazó y quiso cantarle como hacía en los días con hambre, pero ya no fue posible, de su cuerpo sólo salió su último aliento.
No sabe que hasta la mañana siguiente no las encontraron y como nadie las reclamó, las enterraron juntas en la misma tumba, sin nombre. Por eso hoy nadie ha depositado sobre ella calaveras de dulce, ni flores de cempasúchiti para que guíen sus almas, ni platillos de comida. Por eso, hoy, Guadalupe se revolvió inquieta hasta que por fin se quedó dormida.
—Despierta Lupe, ya se han ido. Siento a los compadres que celebran nuestra fiesta.
Salieron un poco temerosas porque era la primera vez que abandonaban su refugio desde aquel día funesto. Estiraron sus huesos y se abrazaron. Ya nadie podría hacerlas daño ni separarlas. Se miraron, estaban horribles y Jazmín, entre risas le enseñó las tijeras que ni muerta pudieron desprender de su mano y le dijo:
—Lupe, te cambio un corte de pelo, por uno de uñas.

Julia Carretero

Imagen : SERGOZ, extraída de la red 


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