Recuerdo mi
infancia entre dos mundos: mi barrio construido en torno al tren y el pueblo, rodeado por el Duero, origen de
mis antepasados. Un camino de hierro unía ambos, y por él cabalgaba un dragón
articulado que lanzaba vapor por la nariz y llenaba de carbonilla nuestros
ojos.
Mi primer
mundo: un enorme patio, tan grande que en su territorio nunca se ponía el sol.
Improvisadas carboneras y corrales que nos servían de escondite, que nos
convertían en piratas saqueando huevos o secuestrando conejos con los que organizábamos
carreras. Era tan grande que llegar al fondo era una aventura y allí estaba La academia, dominio prohibido para
nosotros, que haciendo equilibrios imposibles sobre la punta de los pies,
mirábamos por las ventanas los interminables ejercicios de los alumnos de ballet,
nos trasmutaba en «Pavlovas» girando
en El lago de los cisnes, de regreso
a nuestros pagos.
Colegio de
monjas no muy doctrinarias. Emulando a Margaritte
Gautier enamorada, pero no por amor hacia el Crucificado, su Madre, Ángeles
y Arcángeles sino porque en cuanto el incienso de rosarios, novenas y misas
alcanzaba mi nariz me desmayaba. Uniformes azul oscuro, casi negros, que se
impregnaban de tiza y polen, aliviando la época oscura que nos rodeaba.
Tardes de
invierno leyendo en la que, por aquel entonces me parecía enorme galería
acristalada de inspiración norteña, siendo Celia o la Sigrid enamorada del
Capitán Trueno, acunada por el tru-tru-tru de la Singer de mi madre.
Ojo de cíclope
en los hombros de mi padre de regreso de los altos toboganes y columpios del
Poniente, desde donde veía el rostro de la felicidad. Bahamontes en los Sancheskis de cuatro ruedas con él esperándome en la meta (Y sin
casco, rodilleras y coderas…)
Mi otro
mundo: el pueblo, mi abuela, sus croquetas, la nata que formaba la leche
hirviendo lentamente en el rescoldo de la cocina, sus cabellos de plata que se
dejaba peinar eternamente, la sonrisa embelleciendo su rostro ya de por si
bello.
El pueblo,
la libertad, traspasar fronteras, voltear por el arenal, ser sirena en las
aguas de su río, la pandilla, el baile, el primer beso, la adrenalina de los
encierros.
El pueblo,
el regreso, el cobijo al que mis padres volvieron siendo yo madre y a la vez
hija y dejando de ser su hija para ser la madre de mi padre tras el
fallecimiento de ella. El tiempo, que ha convertido al padre en niño. Sus ojos
que relucen cuando me ven llegar, como si me esperara en la meta de la vida.
Dolor, alegría.
Octubre, 2016
Fotografía: Vadim Stein
Precioso, tierno,emotivo y lleno de vivencias,me ha emocionado . enhorabuena
ResponderEliminarPrecioso, tierno,emotivo y lleno de vivencias,me ha emocionado . enhorabuena
ResponderEliminarque bonito!!!
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