miércoles, 2 de noviembre de 2016

SALTOS DE COMBA

Recuerdo mi infancia entre dos mundos: mi barrio construido en torno al tren  y el pueblo, rodeado por el Duero, origen de mis antepasados. Un camino de hierro unía ambos, y por él cabalgaba un dragón articulado que lanzaba vapor por la nariz y llenaba de carbonilla nuestros ojos.

Mi primer mundo: un enorme patio, tan grande que en su territorio nunca se ponía el sol. Improvisadas carboneras y corrales que nos servían de escondite, que nos convertían en piratas saqueando huevos o secuestrando conejos con los que organizábamos carreras. Era tan grande que llegar al fondo era una aventura y allí estaba La academia, dominio prohibido para nosotros, que haciendo equilibrios imposibles sobre la punta de los pies, mirábamos por las ventanas los interminables ejercicios de los alumnos de ballet, nos trasmutaba en «Pavlovas» girando en El lago de los cisnes, de regreso a nuestros pagos.

Colegio de monjas no muy doctrinarias. Emulando a Margaritte Gautier enamorada, pero no por amor hacia el Crucificado, su Madre, Ángeles y Arcángeles sino porque en cuanto el incienso de rosarios, novenas y misas alcanzaba mi nariz me desmayaba. Uniformes azul oscuro, casi negros, que se impregnaban de tiza y polen, aliviando la época oscura que nos rodeaba.

Tardes de invierno leyendo en la que, por aquel entonces me parecía enorme galería acristalada de inspiración norteña, siendo Celia o la Sigrid enamorada del Capitán Trueno, acunada por el tru-tru-tru de la Singer de mi madre.

Ojo de cíclope en los hombros de mi padre de regreso de los altos toboganes y columpios del Poniente, desde donde veía el rostro de la felicidad.  Bahamontes en los Sancheskis de cuatro ruedas con él esperándome en la meta (Y sin casco, rodilleras y coderas…)

Mi otro mundo: el pueblo, mi abuela, sus croquetas, la nata que formaba la leche hirviendo lentamente en el rescoldo de la cocina, sus cabellos de plata que se dejaba peinar eternamente, la sonrisa embelleciendo su rostro ya de por si bello.

El pueblo, la libertad, traspasar fronteras, voltear por el arenal, ser sirena en las aguas de su río, la pandilla, el baile, el primer beso, la adrenalina de los encierros.

El pueblo, el regreso, el cobijo al que mis padres volvieron siendo yo madre y a la vez hija y dejando de ser su hija para ser la madre de mi padre tras el fallecimiento de ella. El tiempo, que ha convertido al padre en niño. Sus ojos que relucen cuando me ven llegar, como si me esperara en la meta de la vida. Dolor, alegría.
                                                                                                
 Octubre, 2016

   Fotografía: Vadim Stein
                                                                   

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