Cuando
ya habían perdido toda esperanza, la mujer quedó embarazada.
Fueron
nueve meses de sufrimiento, lo que llevaba en su vientre se movía sin parar, a
veces parecía que le mordía las entrañas.
Vivían en una casucha, lejos del pueblo y fue su marido quien la asistió en el parto.
Nació una niña tan grande y fuerte que la madre no se repuso nunca del todo.
Tenía una cara extraña, la boca y la nariz parecían una y sobresalían del
rostro, acompañando a unos grandes ojos azabaches. A los pocos días le comenzaron
a salir los dientes y dos colmillos curvados, como de jabalí.
La
llamaron Casilda y a pesar de su rareza, la quisieron. No comunicaron a
ninguno de los vecinos su nacimiento, ni la bautizaron.
Su
madre se las apañó para darle su leche
ya que la niña podía arrancarle los pezones al mamar.
Muy pronto comió
de todo, su apetito y su olfato eran extraordinarios y en cuanto empezó a
corretear por el campo, volvía con toda clase de tubérculos y frutos.
Nunca fue a la escuela, la
madre le enseñó lo poco que ella sabía. Crecía en libertad mientras los padres
envejecían.
Con el tiempo, ella se hizo
cargo de los trabajos en el campo. De noche, cuando nadie la veía, hacía con su
hocico los surcos para sembrar y más tarde, era capaz de recolectar todas las
patatas mientras ellos dormían: se ponía a cuatro patas y era tan veloz
recogiendo, como los verdaderos jabalís destruyendo las de otras tierras. La
temían, y no se acercaban donde ella había dejado su olor.
Los
únicos humanos que tuvo cerca fueron sus padres. Cuando ellos murieron no pudo
reprimir durante más tiempo su deseo de reproducirse, se cubrió la cabeza con un pañuelo, dejando
sólo que se vieran sus ojos y partió en busca de un macho de su misma especie.
Ilustración: Acuarela de Paula Castrodeza Carretero
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