TRUEQUE
Lupe
se revuelve inquieta en su lecho y casi a gritos le dice a Jazmín:
—No puedo más, me duelen todos los
huesos ¿No va acabar nunca esta vaina?
—Tranquila Lupe, ya está amaneciendo,
pronto regresarán todos a sus casas y entonces podremos descansar en silencio
hasta que regrese la noche.
Sin embargo, Lupe no puede dormir: es
su primera noche de muertos y le ha
dado por recordar. Se lamenta de su mala chance
en la vida: hija de una prostituta no le quedó otra que continuar con la
tradición familiar. El padrote de su
mamá la estrenó en cuanto fue mujer y después la puso en el mercado. Mamá murió
al poco tiempo. Sola, sin que nadie la defendiera, tuvo que soportar las presiones
y vejaciones de ese cuate que quería
más y más lana. A medida que se
malograba y se iba quedando sin clientes la botó de la casa con las cuatro
cosas y los escasos ahorros que poseía. No era nadie, pero ahora, por fin,
tampoco era de nadie.
Al principio compartió pensión con
otro grupo de prostitutas, que como ella, vivían de hacer la calle, poco
después, sin trabajo ni dinero, utilizó las estaciones de metro para dormir. Su
único consuelo era que no había tenido que arrastrar a un hijo con ella. No lo
hubiera soportado.
Una mañana, estando en la calle
recolectando botellas de plástico, cartones y fierros para vender, vio como una
chamaquita se dirigía hacia ella. Parecía drogada, andaba tambaleándose y con
la mirada perdida y de pronto perdió el sentido. Ella lo interpretó como una
señal y cuando la chica se recuperó la llevó a su hogar: una oficina abandonada
en la Colonia Centro, en Cuahtémoc, junto al Zócalo. La muchacha no supo
decirla quién era, ni su nombre, así que la llamó Jazmín, como la protagonista
de la telenovela que veía con sus compañeras en la pensión. Su única
pertenencia eran unas tijeras que llevaba siempre consigo. Desde entonces, vivieron
juntas.
Habían formado una pequeña comunidad
de mujeres, indigentes como ellas,
estableciendo una dinámica de familia, tenían una sala y una serie de
recámaras, incluso diseñaron un espacio para el baño, con una manguera que les
servía hasta de regadera.
Cada mañana salían todos a buscarse la
vida, recogiendo lo que los otros desechaban: todo lo que se podía aprovechar,
vender o cambiar. Allí se quedaba Mayra con sus cuatro hijos, guardándoles las
cobijas a cambio de comida para sus niños.
Había días generosos en los que los
religiosos pasaban y les daban de comer o les regalaban unos tacos en algún
local; y otros días, los más, eran mezquinos. Ellas, cuando tenían, comían,
cuando no, no engañaban a las tripas inhalando colas. Lupe peinaba el cabello negro
de Jazmín, la colocaba en su regazo y le cantaba canciones, las mismas que
escuchó a su mamá: así intentaban olvidar el hambre, el dolor y la fatiga.
Al llegar la noche, utilizaban, como
todos, cartón, periódicos, trapos sucios y frazadas viejas para aislarse del
frio. Dormían juntas, como madre e hija, así además de guardar el calor se
protegían. A veces, si no habían encontrado nada, Lupe intentaba ganarse la
vida haciendo servicios. Salía de noche, cuando creía que su niña dormía.
Fue en una de esas noches cuando se le
acercaron cuatro güeys, uno, el más gallito
se dirigió a ella, los otros se reían. Olían a mezcal, tuvo miedo pero no le dio
tiempo a huir, la agarraron, la tiraron al suelo y entre patadas oía: «Pendeja, tu no sirves para nada; te vamos a chingar, desgraciada; dale unos
madrazos, para que cierre la boca…»
Mientras ella gritaba, Jazmín, que observaba la escena escondida desde una
esquina, no fue capaz de moverse ni de pedir ayuda, comenzó a recordar que
hacía mucho tiempo a ella le había pasado lo mismo. Poco después, cuando ella
no tenía fuerzas para gritar más, oyó un alarido, y con mucha dificultad, la
vio abalanzarse sobre uno de ellos con las tijeras en la mano. El tipo la tiró
al suelo de un puñetazo. Han pasado muchos meses y no quiere ni recordar lo que
hicieron: mataron a su niña y cuando se fueron, se arrastró hasta su cuerpo que
seguía aferrando las tijeras, la abrazó y quiso cantarle como hacía en los días
con hambre, pero ya no fue posible, de su cuerpo sólo salió su último aliento.
—Despierta Lupe, ya se han ido. Siento
a los compadres que celebran nuestra fiesta.
Salieron un poco temerosas porque era
la primera vez que abandonaban su refugio desde aquel día funesto. Estiraron
sus huesos y se abrazaron. Ya nadie podría hacerlas daño ni separarlas. Se
miraron, estaban horribles y Jazmín, entre risas le enseñó las tijeras que ni
muerta pudieron desprender de su mano y le dijo:
—Lupe, te cambio un corte de pelo, por
uno de uñas.
Julia Carretero
Imagen : SERGOZ, extraída de la red