Ceta, desde el día que acudió a esa fiesta, ha cambiado.
De natural obediente y
trabajadora, ahora está ausente, ensimismada y suspiran sin parar.
Su madrastra le grita:
—Ceta ¿preparaste la
comida?
Mientras, sus dos hijas no
cesan de parlotear reclamando sus caprichos:
— ¿Has planchado mi
vestido? ¿Limpiaste los zapatos? ¿Has cosido los lazos de mi camisa?
Ella, por toda
contestación, suspira y melancólica vuelve a retomar su trabajo, para suspenderlo
al instante, bajo la mirada atónita de las tres tiranas que son incapaces de
entender que le pasa.
Está así desde aquella
noche en la que se escapó de casa, por lo que fue duramente castigada. Desde
entonces, no ha podido salir a la calle pero ni se ha quejado, ni disculpado.
Llaman a la puerta. La
mayor de las hermanas, entusiasmada, ve desde su ventana a un mercader de perfumes, sedas y calzado.
Contenta, manda a Ceta que
abra, a la vez que reclama a su madre y hermana.
Su sorpresa es mayúscula: desde
esa misma ventana ve tirados en la entrada telas, frascos y sandalias y oye la
risa radiante de Ceta, que se aleja de la casa del brazo del que ella imaginó que
era sólo un vulgar vendedor, mientras balancea, provocadoramente, en la otra
mano, unos preciosos Manolos rojos.
Noviembre 2015
Pintura circulando en la Red
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