Por
muy cansado que hubiese sido el viaje; por muy agotada que estuviera, lo
primero que hacía nada más entrar en la habitación del hotel era inspeccionar
su limpieza y comprobar que no teníamos compañías indeseadas merodeando por
allí. Y eso es lo que estoy haciendo en este momento.
Damián,
mi marido, sonríe burlonamente mientras miro bajo la cama, por los rincones del
baño, en los cajones y ventanas…, mientras me dice que es inútil que las
busque, que ellas ya se encargan de encontrarme y me recuerda cuando siendo una
niña, una se enredó en mi enagua y cuanto más la agitaba chillando a grito
pelado, más arriba subía. Aún soy capaz de recordarlo, han pasado cerca de
cuarenta años y no se me ha pasado el susto.
También
me saca a relucir cómo paseando en las calurosas noches de verano, sólo yo soy
capaz de intuirlas, verlas aparecer por las alcantarillas y corretear por las
aceras por muy oscura que esté la noche y cómo desaparezco, sin abrir la
boca, cruzando la calle por no
encontrarme con ellas. No le hago caso y continúo con mi labor hasta que la
habitación pasa revista en perfecto estado. Él lanza un suspiro de alivio pues
no es la primera vez que ante uno de estos invitados preparo un pequeño
escándalo en recepción.
Cenamos
algo ligero, estiramos las piernas con un breve paseo alrededor del hotel y nos
acostamos.
Me
levanté a las pocas horas para ir al baño. A oscuras para no despertarlo y un
poco desorientada, me puse las zapatillas, di unos pasos y oí esa especie de
lamento apagado seguido del crassch, que
me resulta tan familiar y un estremecimiento me sacudió de la cabeza a los
pies. Reviví las noches de nuestros primeros meses de casados, en aquella casa construida
antes de 1900, cuando dormía con el spray de Raid en la mesilla y cómo no era capaz de levantarme hasta que
Damián las barría, no sé cómo no nos intoxicamos…
Una
arcada revolvió mi cuerpo y encendí la luz: estaban por todos los lados,
cubriendo el suelo, el techo, los muebles.
Ellas,
que son fotofóbicas, no escaparon, parecían amodorradas. Fueron agitando sus
antenas filiformes y lentamente se volvieron mirándome con sus pequeños ojos
compuestos. Poco después, como un ejército en formación las vi avanzar hacia mí
y por un momento recordé a Gregorio Sansa metamorfoseado en una de ellas y
pensé si me habría ocurrido lo mismo que a él y era mi olor lo que las atraía inexorablemente.
Un
grito ahogado salió de mi garganta… Damián me abrazaba y secaba mi sudor,
sentados en la cama. Todo había sido una pesadilla.
Perdonad
que no os miente su nombre, en este caso me comporto como algunos políticos que
parecen creer que lo que no se nombra, no existe… ¡Qué más quisiera yo!
Junio
2016
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