viernes, 17 de junio de 2016

EL DON

EL DON
Percibí que mi madre me miraba con temor cuando mis primeras palabras, apenas pasada una semana de mí vuelta a la vida y estando aún muy débil, fueron: “Madre, el abuelo Juan va a morirse mañana”.
Sé que ella no me creyó entonces pero al día siguiente sucedió.
Yo no podía entender cómo lo supe, aunque poco a poco fui dándome cuenta de que podía predecir lo que iba a ocurrir y a mi madre tampoco le pasó desapercibido, por eso cuando le decía que iba a salirse la leche que había puesto a hervir; que la marrana estaba a punto de parir o que iba a llover y entraría agua por el techado, ella volaba a intentar solucionar el problema.
Cuando estaba prácticamente sanado mis padres quisieron dar gracias a Dios por mi curación. Mi pelo que se volvió totalmente blanco con aquel incidente, a pesar de tener sólo doce años, no llamaba la atención de los vecinos de mi barrio, Las Covachuelas, situado extramuros de la ciudad, ya que ellos habían seguido de cerca mi mal. Sin embargo, murallas adentro, mientras nos dirigíamos a la Catedral de Santa María levantábamos murmullos a nuestro paso y miradas de recelo.
Terminado el rezo y la ofrenda, mientras nos encaminábamos hacia la salida, sentí de nuevo las voces y fui corriendo hacia la capilla del Cristo de la Columna, llegando justo a tiempo de evitar la muerte de un viejo sacerdote al que hubiera aplastado la bóveda que se desprendió un instante después.
Oí los pensamientos de ese desagradecido antes de escuchar sus palabras: “Llevas el demonio dentro, muchacho”.
De camino a casa padre dijo que debíamos abandonar Toledo cuanto antes porque yo corría peligro si el cura me denunciaba ante la Inquisición por demonio, brujo o incluso por judío…
Vendieron discretamente las pocas pertenencias que teníamos, cogimos el camino de Ávila, y desde allí nos encaminamos a Coca.
Padre consiguió trabajo en las caballerizas del castillo del señor de Fonseca. Tenían tanto miedo que no me dejaron trabajar, me pidieron que saliera lo menos posible de casa y que no dijera ninguna “inconveniencia” para llamar lo menos posible la atención sobre mi “don”. A cambio madre se ofreció por si podía remediar alguno de mis malos augurios, aunque no todos lo eran.
El día que celebré mí quince cumpleaños sentí la muerte rondando a madre. No pude contárselo. Lo sufrí yo solo. A los pocos días comenzó a padecer unos fuertes dolores de vientre y falleció un mes después de un cólico miserere.
Mi padre se volvió taciturno, apenas hablaba y sé que me maldecía en silencio.
Pasaron unos años, tristes, sin esperanza, los dos solos, cada uno en nuestra soledad. A pesar de mis intentos por acercarme a él, no me hacía caso ni siquiera el día que le pedí que no fuera a trabajar, que iba a ocurrirle algo malo. A las pocas horas me lo devolvieron a casa con la cabeza reventada por la coz de un caballo.
Ahora no tenía quién me protegiera, me faltaba el escudo del respeto que tenían a mi padre y los vecinos comenzaron a acosarme. Debía abandonar el pueblo.
Aprovechando una feria me presenté ante varios vendedores ambulantes por si necesitaban ayuda. Cuando me ofrecí al último, que era vendedor de remedios y sacamuelas, sentí que tenía miedo porque le habían robado unos días antes. Le pedí que me tomara a su lado sólo por la comida, yo era fuerte y si algún ladrón se acercaba al carro sólo se llevaría una somanta de palos. Accedió.
Así comenzó mi tercera vida, de feria en feria, de mercado en mercado.
A nuestro puesto se acercaban gentes de procedencia y condición muy diversa y como yo era capaz de adivinar sus dolencias, me instruyó en el uso de las plantas medicinales y conseguimos un buen número de clientes.
Mi fama aumentó de tal forma que llegó hasta el señor de Fonseca que a la sazón se encontraba mal de salud y me reclamó al castillo. Nada más verle supe que el mal de sus pulmones no tenía remedio, se moriría en breve plazo, le dije que llamara a un médico. Insistió: son unos charlatanes y sólo tu puedes curarme.
Alivié sus dolores y dificultades para respirar con infusiones de jengibre, eucalipto, gordolobo, tomillo, hinojo, regaliz…
No hizo falta que me dijera que si no le curaba moriría con él. Una noche de fuerte tormenta abandoné el castillo, nadie en su sano juicio pensaría que con un tiempo así me iba a escapar.
Los rayos iluminaban el cielo, saltaban de nube en nube y alguno se dirigía hacia la tierra. Los miré, me sentía uno de ellos desde el día que estando en el monte cuidando el rebaño, aquel entró en mí y no sólo le vencí sino que fui capaz de arrebatarle su don.

No sabía que esta vez el encuentro con ellos no iba ser como esperaba.


Abril, 2016

1 comentario:

  1. Fantástico, como siempre!!! En cada uno de tus relatos hay una novela conbun final sorprendente. Besos.

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