-Te morirás de hambre-, le decía su padre, pero a él le
daba igual, sólo quería perseguir su sueño y no cejó en su empeño hasta que lo
consiguió. Ricardo siempre soñó ser violinista, se negó a ser cualquier otra
cosa.
Sus comienzos no fueron fáciles, formó un cuarteto de
cuerda con unos compañeros, daban pequeños conciertos que compaginaba dando clases
en una escuela de música.
Por aquel entonces, conoció a Elvira, una licenciada en
derecho que estaba opositando a una plaza de funcionaria. Al aprobar ella la
oposición se casaron.
Para él fue un gran aliciente que le contrataran como
suplente de los segundos violines de una orquesta sinfónica de cierto renombre,
sus ilusiones comenzaban a ser una realidad.
Unos años después ocupó un puesto dentro del grupo de
primeros violines en la orquesta que se había creado en su ciudad -eran tiempos
en los que cualquier capital que se preciara construía un Palacio de Congresos,
un Auditorio, un Museo…y a ser posible, bajo la dirección de un arquitecto
emblemático-. Por fin fue feliz y pudo sentirse orgulloso delante de su padre.
Durante dieciséis años vivió solo para ella, le dio lo
mejor de su vida. Llegó la crisis y el Ayuntamiento, tras un periodo de agonía,
la finiquitó y Ricardo se quedó sin trabajo.
Desde ese día no volvió a ser el mismo. Experimentó las
mismas emociones que las que se aprecian cuando se pierde a un ser querido
inesperadamente, enterró su violín y pensó- esto no puede sucederme a mí-, pasó
luego a invadirle la rabia y la desesperación para acabar metiéndose dentro de
sí mismo, abandonando a todos y a todo cuanto había sido su vida.
Elvira intentaba ayudarle pero él no se dejaba, en el
mejor de los casos ni la miraba y en el peor, le respondía agresivo. Su vida
junto a él empezaba a hacerse insoportable, solo el trabajo lograba evadirle
del vacío que producía el silencio que invadía su casa, antes siempre llena de
las notas alegres que salían de su violín.
Un día, al salir del trabajo, vio en el escaparate de una
Agencia de Viajes una oferta para una estancia en Praga. No lo pensó, entró e
hizo la reserva, pronto cumplirían sus bodas de plata y ese sería su regalo. En
su luna de miel él la había llevado a Viena,- la ciudad de la música- y desde allí
se desplazaron un par de días a esa ciudad que entonces aún era la capital de
la antigua Checoslovaquia. Si él no la acompañaba estaba dispuesta a ir sola y permanecer así el resto de su vida.
Elvira aún no sabe por qué él aceptó, pero en cuanto lo
hizo la esperanza volvió a ella.
Se alojaron en un céntrico y pequeño hotel, a unos pocos
metros del Puente de Carlos. La ciudad había cambiado, era amable y bulliciosa
a la vez y como faltaban pocos días para navidad los arboles estaban enredados
de luces, el humo de unas buenas salchichas a la brasa inundaba de niebla las
calles y los mercados de Navidad estaban por todos los lados.
Elvira intentaba contagiar su entusiasmo a su marido
mientras visitaban el Barrio del Castillo, con su catedral y su callejón del
Oro bordeado por sus diminutas casas, o la Plaza de la Ciudad Vieja convertida
en mercado, donde pudieron calentar el espíritu con chocolate, vino y medovina,
antes de ir a ver su famoso Reloj Astronómico. Ella le miraba de reojo y
percibía en él el mismo movimiento mecánico del reloj… suspiraba, cogía aire y
seguía intentándolo.
En el puente de Carlos, siempre lleno de turistas,
puestecillos y artistas, ella se paró y tocó una de sus treinta estatuas, la de
San Juan Nepomuceno -se dice que si se quiere conseguir un deseo hay que
pedirlo poniendo la mano izquierda en su base-. Por si acaso repitió el mismo
deseo mientras tocaba una cruz con dos brazos que marca el lugar donde el santo
fue tirado al agua…Así fueron pasando los días, con una cierta paz, aunque ella percibía que no era real. El día anterior a su temido regreso, al entrar en una callejuela próxima a la Torre de la Pólvora vio una imagen que le heló la sangre, en la acera alguien había dejado un abrigo negro en el respaldo de una blanca silla, y a sus pies un violín descansaba abandonado en una posición contraria a su forma en la caja.
Al unísono sus miradas se encontraron, en las de ella
había temor, de las de él brotaban todas las lágrimas que se había negado a
derramar en ese largo año.
Se sentó, templó el violín, lo apoyó en su hombro
sujetándolo con su barbilla y de él salieron las más bellas notas del adagio
del concierto para violín nº 5 de Mozart, que tantas veces había interpretado.
Después, cogiendo la mano de Elvira acercó los labios a
su oído, la besó y la dijo: -Gracias mi amor. Volvamos a casa.
Fotografía:
Jose Luis Juárez.
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