martes, 10 de febrero de 2015

ALLEGRO MA NON TROPPO


-Te morirás de hambre-, le decía su padre, pero a él le daba igual, sólo quería perseguir su sueño y no cejó en su empeño hasta que lo consiguió. Ricardo siempre soñó ser violinista, se negó a ser cualquier otra cosa.
Sus comienzos no fueron fáciles, formó un cuarteto de cuerda con unos compañeros, daban pequeños conciertos que compaginaba dando clases en una escuela de música.
Por aquel entonces, conoció a Elvira, una licenciada en derecho que estaba opositando a una plaza de funcionaria. Al aprobar ella la oposición se casaron.
Para él fue un gran aliciente que le contrataran como suplente de los segundos violines de una orquesta sinfónica de cierto renombre, sus ilusiones comenzaban a ser una realidad.
Unos años después ocupó un puesto dentro del grupo de primeros violines en la orquesta que se había creado en su ciudad -eran tiempos en los que cualquier capital que se preciara construía un Palacio de Congresos, un Auditorio, un Museo…y a ser posible, bajo la dirección de un arquitecto emblemático-. Por fin fue feliz y pudo sentirse orgulloso delante de su padre.
Durante dieciséis años vivió solo para ella, le dio lo mejor de su vida. Llegó la crisis y el Ayuntamiento, tras un periodo de agonía, la finiquitó y Ricardo se quedó sin trabajo.
Desde ese día no volvió a ser el mismo. Experimentó las mismas emociones que las que se aprecian cuando se pierde a un ser querido inesperadamente, enterró su violín y pensó- esto no puede sucederme a mí-, pasó luego a invadirle la rabia y la desesperación para acabar metiéndose dentro de sí mismo, abandonando a todos y a todo cuanto había sido su vida.

Elvira intentaba ayudarle pero él no se dejaba, en el mejor de los casos ni la miraba y en el peor, le respondía agresivo. Su vida junto a él empezaba a hacerse insoportable, solo el trabajo lograba evadirle del vacío que producía el silencio que invadía su casa, antes siempre llena de las notas alegres que salían de su violín.
Un día, al salir del trabajo, vio en el escaparate de una Agencia de Viajes una oferta para una estancia en Praga. No lo pensó, entró e hizo la reserva, pronto cumplirían sus bodas de plata y ese sería su regalo. En su luna de miel él la había llevado a Viena,- la ciudad de la música- y desde allí se desplazaron un par de días a esa ciudad que entonces aún era la capital de la antigua Checoslovaquia.

Si él no la acompañaba estaba dispuesta a ir sola y permanecer así el resto de su vida.

Elvira aún no sabe por qué él aceptó, pero en cuanto lo hizo la esperanza volvió a ella.
Se alojaron en un céntrico y pequeño hotel, a unos pocos metros del Puente de Carlos. La ciudad había cambiado, era amable y bulliciosa a la vez y como faltaban pocos días para navidad los arboles estaban enredados de luces, el humo de unas buenas salchichas a la brasa inundaba de niebla las calles y los mercados de Navidad estaban por todos los lados.


Elvira intentaba contagiar su entusiasmo a su marido mientras visitaban el Barrio del Castillo, con su catedral y su callejón del Oro bordeado por sus diminutas casas, o la Plaza de la Ciudad Vieja convertida en mercado, donde pudieron calentar el espíritu con chocolate, vino y medovina, antes de ir a ver su famoso Reloj Astronómico. Ella le miraba de reojo y percibía en él el mismo movimiento mecánico del reloj… suspiraba, cogía aire y seguía intentándolo.
En el puente de Carlos, siempre lleno de turistas, puestecillos y artistas, ella se paró y tocó una de sus treinta estatuas, la de San Juan Nepomuceno -se dice que si se quiere conseguir un deseo hay que pedirlo poniendo la mano izquierda en su base-. Por si acaso repitió el mismo deseo mientras tocaba una cruz con dos brazos que marca el lugar donde el santo fue tirado al agua…

Así fueron pasando los días, con una cierta paz, aunque ella percibía que no era real. El día anterior a su temido regreso, al entrar en una callejuela próxima a la Torre de la Pólvora vio una imagen que le heló la sangre, en la acera alguien había dejado un abrigo negro en el respaldo de una blanca silla, y a sus pies un violín descansaba abandonado en una posición contraria a su forma en la caja.

Al unísono sus miradas se encontraron, en las de ella había temor, de las de él brotaban todas las lágrimas que se había negado a derramar en ese largo año.
Se sentó, templó el violín, lo apoyó en su hombro sujetándolo con su barbilla y de él salieron las más bellas notas del adagio del concierto para violín nº 5 de Mozart, que tantas veces había interpretado.

Después, cogiendo la mano de Elvira acercó los labios a su oído, la besó y la dijo: -Gracias mi amor. Volvamos a casa.

Fotografía: Jose Luis Juárez.

 
 

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