Desde mi atalaya disfruto de una vista privilegiada de la Navidad.
¡Ah, la Navidad…! si ese que
llaman Jesús levantara la cabeza y viera el festival que los humanos hemos
organizado en torno a su nacimiento, a fe mía, que pediría a su padre que acabara
con este mundo que dicen que él creó.
Me molestan estas luces que
no se apagan en toda la noche y que me impiden dormir y, menos mal, que el Gran
Almacén de enfrente desconecta su musiquilla al echar el cierre, y mira que
cierra tarde, que como sigan así van a tener que poner literas en los sótanos
para que duerman los vendedores…
Hay quien dice que los
villancicos le dan alegría y ganas de bailar. No lo puedo entender. Yo tengo
ganas de cometer el asesinato perfecto,
el mío, cuando escucho por tercera vez, en una hora ¡¡¡Pero mira como beben los peces en el rio…!!!
Todo el día la gente de acá
para allá, ¡qué trasiego…!. Cargados unos con paquetes de regalos que no
gustarán, ni dejaran contentos a nadie y otros disfrazados con esos ridículos
gorros de Papá Noel o aún peor con cuernos de reno, algunos con cascabeles y
hasta con luces y todo.
Y, ¿qué me decís de ese afán
por comer juntos? No puedes ni ver a tu compañero, no tragas al jefe y ¡hala…!
a comer a su lado, mirando de reojo a esa chica rubia que contrataron el mes
pasado y que te dio calabazas anteayer…; aunque bueno, a Tomás, el del
restaurante de la esquina le viene bien y a mí, de rebote también, porque siempre cae algo.
Pero lo peor, lo peor de
todo, sucede el día 24, a media tarde, cuando el ricachón llega en el coche,
para a la puerta de mi iglesia, sube las escaleras y me invita a ir con él. Y
todo, porque su padre le pidió en el lecho de muerte que continuara con la
tradición de la familia y sentara un pobre en su mesa para celebrar la Navidad.
¡Hay que fastidiarse! Y éste
ha tenido que elegirme a mí…
Diciembre
2014
Imagen Google
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