Ana se miró
en el espejo del ascensor.
—
Hoy es uno de esos días en los que una parece un cruce entre Kika Barbear y un
zombi — pensó — tengo demasiadas ojeras, la cara ajada por el cansancio y
raíces blancas en mi cabello…
Anoche no
descansó bien. Poco antes de acostarse la llamó Lourdes, eran amigas desde
niñas. Quedaron para tomar un café y se encamina hacia su cita. Hace tiempo que
no se ven. Desde que Ana se quedó viuda, hace ya más de diez años, se han ido
distanciando de forma casi imperceptible.
Antes, las
dos parejas eran inseparables.
Ahora, Ana,
envidia a su amiga.
Añora a su
marido, el tiempo ha ido pasando y ha sosegado su deseo sexual, pero echa de
menos las conversaciones que mantenían al acostarse, cuando los hijos dormían,
sus caricias, siempre cariñosas, atinadas, precisas…, él parecía adivinar donde
sentía picor, donde tenía una molestia que aliviaba con un certero masaje…, su
complicidad…Por eso envidia a Lourdes, porque envejece junto a su esposo.
Cuando llegó
al café su amiga estaba ya esperándola. Charlaron como si no hubieran pasado
unos cuantos meses sin verse, su amistad está por encima de las ausencias.
Un poco antes
de despedirse, Lourdes le comentó que su hija se había ido a vivir con su novio
y que ella se había mudado a su habitación. Después de tantos años ya no era
capaz de aguantar ni un día más los ronquidos de su marido…
Ana la miró
con los ojos abiertos y redondos como platos y le preguntó:
—
¿Y
cómo os arregláis?
—
¡Ah,
muy fácil!, respondió Lourdes, cuando él quiere me silba y yo voy.
—
Pero
¿y cuando quieres tú?, le replicó Ana.
—
No
hay problema, contestó ella, abro la puerta de su habitación y le pregunto,
¿cariño, me has silbado?
Ana estalló
de risa como hacía tiempo que no lo hacía, abrazó a su amiga y de pronto se
sintió mucho mejor, su situación, en el fondo, no era tan diferente…
Julio, 2014
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