El viaje no comenzó con buen pie, el avión que debía
trasladarnos desde Londres, tuvo una avería y salimos con veinticinco horas de
retraso. De un plumazo perdimos un día de nuestras ansiadas vacaciones.
La capital de Vietnam nos recibió con sol, pero pronto
fue tapado por unos nubarrones que se transformaron en fuertes aguaceros
intermitentes, molestos compañeros en las visitas a sus lagos, pagodas, al Templo
de la Literatura...
Hanói es una ciudad bulliciosa donde imperan los vehículos de dos y tres ruedas (bicis,
motocicletas y sus famosos cyclos pousses, una especie de triciclos que en su
parte delantera llevan un carrito y sirven de taxis), conviviendo con unos pocos coches.
La circulación es un caos de alguna manera organizado, (me
recordó el marasmo que se observa en un banco de anchoas en el mar o en una
bandada de estorninos volando al unísono). Un tráfico que hay que ignorar al
cruzar una calle siempre y cuando lo hagas lentamente y el pánico no te domine
e intentes correr o dudes, porque entonces no saben sortearte y te atropellan.
Una sinfonía de claxon procedente de todos ellos se escucha a cualquier hora
del día.
En uno de esos triciclos nos montamos a la salida del
espectáculo de las marionetas de agua.
Lloviznaba, eran las cinco de la tarde, nuestro primer
atardecer en Vietnam, y la noche se nos echó encima. Solícitos, los conductores
nos ayudaron a subirnos en ese artilugio y en procesión nos dirigimos al hotel.
El pánico se reflejaba en nuestros rostros, ellos reían,
mientras calzados con chanclas pedaleaban sorteando los mil y un vehículos que
aparecían a diestro y siniestro.
Recorrimos el Barrio Viejo, con sus calles estrechas,
especializadas cada una en un tipo de comercio. Casas con fachadas minúsculas,
de menos de tres metros: en la planta baja el negocio y arriba la vivienda, que
va subiendo en altura a medida que se necesita.
Pasamos por la calle de los plateros y joyeros, la de los
tejidos y confección, la de artículos religiosos, la de las maletas y bolsas,
la de los herreros,… de las cuales disfrutamos una vez que nuestro espíritu confió
en el buen hacer de los ciclistas.
Algunos, se bajaban de la bicicleta y empujaban a mano
los carritos, cansados quizá de acarrear nuestros cuerpos, muchísimo más
voluminosos que los suyos, pero contentos por tener clientes extranjeros.
Mi conductor me indicaba algunos monumentos por los que
pasábamos, como la catedral de San José, siempre acompañando su “madame” con un
gesto cordial.
Por un momento me sentí como una francesa de la época
colonial conducida a casa por su criado, estábamos a punto de llegar al hotel.
Avergonzada le di un par de billetes con la efigie de George Washington que fueron
correspondidos con una reverencia y una sonrisa más amplia que la que exhibe Ho
Chi Min en sus devaluados dongs.
No me sentí mejor…
Noviembre 2014
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