sábado, 28 de febrero de 2015

YING Y YANG


Mientras escribía este cuento, escuchaba Pavana para una infanta difunta, de Ravel y he querido compartirlo con vosotros.


 YING  y  YANG

Tres días quedaban para que el cuarto creciente completara su periodo y el cielo de la noche se iluminara con el resplandor de la luna llena.

Tres días, sólo tres días quedaban para que se celebrara la boda de mi niña, de mi amada Alfonsina.

Tres días tan solo y una lúgubre sombra se asomaba en los ojos de mi otra hija, Adolfina, llenando su mirada de rencor, de envidia.

Mis hijas gemelas, tan idénticas, tan distintas. Ya eran así en mi vientre, sólo sentí a una, ni un momento de respiro me daba, más que llevar  un ser humano en mis entrañas parecía que tuviera  un gato encerrado en ellas.

Decidí que si era un niño le llamaría Adolfo como mi marido, que murió sin saber que iba a ser padre.

El parto fue difícil, largo y doloroso. La comadre decía que nunca había visto un caso igual, que la criatura tan pronto mostraba la mollera como las nalgas y que no sabía cómo ayudarme. Cuando al final la alumbré chilló como una posesa. Era una niña grande, bien formada, hermosa. Como esperaba un varón, no sabía cómo llamarla y le puse Adolfina.

Un poco aturdida por el brebaje que la comadrona me había dado para aliviar el dolor en el parto, me recosté en la cama ayudada por su hija que estaba aprendiendo el oficio de ama de parir, cerré los ojos y le oí gritar, — otro, viene otro —. Me incorporé y di a luz a otra niña, sin esfuerzo, casi sin enterarme, era igualita a la anterior, un poco más menuda. La mujer le dio unos azotes y de su pecho salió un grito dulce acompañando a su llanto. Le llamé Alfonsina en honor a mi padre

Crecieron y no podían ser más opuestas, Alfonsina, la pequeña, era afable, cariñosa, alegre. Su voz era como la de un ruiseñor y cantando recorría el hayedo recolectando plantas que secaba, mezclaba y usaba para curar las dolencias de los vecinos de la aldea, tenía un don especial para ayudar. Decían que era una anjana…

Adolfina era todo lo contrario: arisca, dominante, agresiva cuando sus deseos no se cumplían; pendenciera, capaz de adivinar las desgracias y para mí, que también las provocaba. Gustaba de la noche y en una de las muchas cuevas que hay en estas tierras del norte, se recluía y no aparecía en días. En el poblado la temían, unos le llamaban guajona, otros lamia.

No coincidieron en nada hasta que hace casi dos años un buhonero llamó a nuestra puerta, dijo llamarse Gastón y cuando Alfonsina le compró un peine intercambiaron sus corazones. No pasaba una semana sin que él viajara a la aldea vendiendo sus mercancías o para reunirse con ella.

Adolfina se prendó también de él. Siempre estaba en casa cuando  llegaba, le enviaba miradas seductoras, le obsequiaba, incluso hizo hechizos para alejarle de su hermana. No logró nada.


Tres días quedaban… y ahora tengo miedo, ese miedo que ella siempre me ha dado, pues nunca supe hasta dónde podía llegar su maldad.

Llegó por fin el día de la boda. Alfonsina estaba preciosa, su cabeza coronada con violetas blancas. Todos los vecinos lo celebraron y bailaron a su lado a la luz brillante de la luna llena de Agosto. Solo hubo una ausencia, la de su hermana, nadie la echó en falta. Yo estaba aliviada.

Pasaron los días, los esposos marcharon a vivir a la aldea de él, a unas cuantas jornadas de la nuestra. De Adolfina no supimos nada, nunca volvió a casa.

Al cabo de un largo año, unos niños encontraron su cuerpo tendido, como dormido, junto a un arroyo, decían que parecía un hada.Todos pensaron que era Adolfina  y como tal la enterramos.

Sólo yo supe que ella era mi otra hija, mi niña amada, su hermana.
Diciembre, 2014

El primer párrafo está extraído de la novela “El druida celtibérico” de Ignacio Merino.
Imagen Google




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